En Italia, un claro ejemplo del combate anticorrupción fue el maxi proceso antimafia, en 1986, que sacó a la luz pública la corrupción de la clase política y su complicidad con la mafia. Dicho proceso acusó a 475 personas, 360 fueron condenados y sumaron 2 mil 665 años de prisión (sin tomar en cuenta las cadenas perpetuas). Al final el resultado tuvo altibajos, pero el paso para sanear la vida pública estaba dado.
En 1992, el fiscal italiano Antonio Di Pietro reveló una compleja, eficiente y estructurada red de corrupción en la que estaban implicados líderes de partidos políticos, empresarios y diversas figuras de la vida pública italiana. Mediante obra pública se entregaban grandes cantidades de recursos a los constructores; éstos, por su parte, retornaban porcentajes de entre el 10 y 30 por ciento de los contratos.
Lo anterior permitió que, mediante diversos mecanismos clientelares, en este periodo, el Partido Socialista Italiano y la Democracia Cristiana se intercambiaran en el poder por más de veinte años. Eran los beneficiarios de estos mecanismos y, además, mantenían a raya a las instituciones judiciales, las cuales, sin marcos legales e institucionales y sobre todo sin facultades de procuración e impartición de justicia, poco podían hacer.
Di Pietro y los llamados “fiscales de manos limpias” consiguieron desenmarañar la madeja de corrupción, descubriendo un sinfín de complicidades, encontrando evidencia que responsabilizaba a ministros, parlamentarios y funcionarios públicos de actividades ilícitas. Fue tal el efecto de las pruebas y la efectividad del proceso, que surgió un movimiento cívico que acompañó a los jueces y fiscales en la búsqueda de más facultades y atribuciones para combatir la corrupción.
La prisión sin derecho a fianza por corrupción, la delación y las inculpaciones recíprocas llevaron a mil 233 condenas y 429 absoluciones, números sin precedentes en la vida moderna de Italia. Pero la principal ganancia fue la construcción de un marco institucional y legal que dotaba de herramientas e incentivos para el combate a la impunidad y la corrupción. Se propició la reconstrucción de la ética pública.
En Brasil la historia se repite, pero ahora el llamado Lava Jato es impulsado por jueces y fiscales que, aprovechando las reformas en materia judicial impulsadas en el periodo de gobierno del Partido del Trabajo, han llevado ante la justicia al exmandatario Luiz Inácio Lula da Silva, también expresidente del partido que impulsó los avances normativos.
Este mismo proceso, que ha llevado a la destitución de una presidenta, Dilma Rousseff, y a fincar un proceso al mandatario en funciones, Michel Temer, es impulsado por jueces y fiscales convencidos de la necesidad de implementar acciones que cambien la dinámica perversa en la que actores políticos, empresariales y funcionarios públicos participan en pactos ilegales para mantenerse o hacerse del poder.
En ambos casos, los cambios han contado con servidores públicos del ámbito judicial y de la procuración de justicia que, comprendiendo el contexto y la necesidad de transformación de una sociedad con debilitamiento ético y amplios márgenes de impunidad, hacen un alto y ponen manos a la obra; estos fiscales no han estado ligados a procedimientos político partidarios en su nombramiento o en su caso han buscado mantener su papel como funcionarios de Estado que saben que la impunidad a largo plazo no es buena para nadie, incluyendo a ellos mismos.
Es así que hoy en México estamos en un momento sin precedentes, ¿se nombrará a un Fiscal General que tenga clara la función que le toca desempeñar como hombre de Estado y cumpla su responsabilidad desde la independencia, o a un político que reduzca su capacidad de tomar decisiones sin cálculos de amistad o conveniencia personal?
Tampoco puede pasar inadvertida la demora en el nombramiento del fiscal anticorrupción, sin el cual el Sistema Nacional Anticorrupción, que ya instaló sus dos órganos principales, no obtendrá el funcionamiento óptimo que todos deseamos y el país necesita. El Sistema Anticorrupción, sin ser perfecto, será determinante, para bien o para mal, para el México que vendrá en los próximas dos décadas.
Nadie puede ni debe pedir a los políticos que renuncien a hacer política. Pero es distinto hacerla con visión de Estado y de largo plazo, a reducir las designaciones en los órganos autónomos del Estado a un juego de posiciones políticas y de colocación de allegados o como elemento propagandístico buscando posicionarse con vista a las elecciones de 2018. Eso implica devaluar la política, empobrecer a las instituciones y hacer infructuosos los esfuerzos de todos para el logro de un Estado más eficiente, capaz de reconstruir la tranquilidad y confianza de la sociedad. No sería ningún desdoro derogar la disposición normativa que permite el pase automático del procurador a fiscal anticorrupción. Al contrario, contribuiría a fortalecer la legitimidad sistémica.
Es indispensable aprender de las experiencias del combate a la corrupción de otras latitudes. Hoy, es necesaria la confluencia entre actores cívicos, empresariales, académicos y políticos en la búsqueda de una genuina y eficaz agenda de combate a la corrupción y la impunidad, que mejore los mecanismos jurídicos e institucionales necesarios para sanear la esfera de lo público y emprender una más transparente y efectiva procuración de justicia. Como lo muestran las experiencias internacionales, el fortalecimiento institucional, legal y ético de jueces y fiscales, es determinante para el saneamiento de instituciones y gobiernos, como condición indispensable para que cumplan con su cometido, para que sirvan a la sociedad y alejar la posibilidad de mayores conflictos políticos y sociales.
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Vía: La Crónica